miércoles, 20 de agosto de 2008

Columna de Rodrigo Vidal

La ciudad y la falta de urbanidad
Por Rodrigo Vidal Rojas, vicerrector académico de la Universidad de Santiago de Chile

La apología de la educación desprovista de valores fundamentales, en nombre de la libertad del individuo, pregonada por algunos, nos está transformando en una sociedad sin alma.

Poco a poco, la población comienza a familiarizarse con exóticas siglas que, supuestamente, miden la calidad de la educación: Simce (Sistema chileno de Medición de la Calidad de la Educación), que es el método de evaluación más antiguo que existe en Latinoamérica y viene funcionando anualmente y en forma ininterrumpida desde 1988. A nivel internacional, reconocemos las pruebas PISA (Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes, de la OCDE), Civica (Estudio internacional de educación cívica), Timss (Estudio Internacional de Tendencias en Matemáticas y Ciencias), Llece (Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación, de la Unesco) en las que Chile participa. Tampoco olvidemos nuestra PSU (Prueba de Selección Universitaria) que reemplazó a la PAA (Prueba de Aptitud Académica) a su vez heredera del bachillerato.

La contradicción que llama la atención es que ni la multiplicación de sistemas de medición de la calidad de la educación ni los esfuerzos legales y económicos desplegados para "mejorar" el sistema educativo parecen haber logrado mejorar la educación del chileno. Los primeros hijos del Simce, aquellos que fueron evaluados en los ’80, hoy tienen más de 30 años de edad. Es decir, el país ha tenido 20 años para corregir los errores del sistema educativo gracias a más de dos décadas de mediciones Simce. Pero cuando observamos el comportamiento urbano, social y moral de los chilenos incluidos los menores de 30 años de edad, es justo preguntarse ¿para qué han servido las mediciones?

La educación puede ser entendida en una triple acepción: general, como crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes; institucional, como instrucción por medio de la acción docente, y social, como cortesía y urbanidad (cortesanía, comedimiento, atención y buen modo). Educar es dirigir, encaminar, doctrinar (acepción general) y también desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc. (acepción institucional) Pero también educar es enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía (acepción social).

En la acepción general, el papel de la familia es esencial, desplazando a la escuela y a la sociedad a un papel subordinado. En la acepción institucional, la escuela adquiere el protagonismo. En la acepción social, la familia y la escuela comparten roles. Los logros en educación que miden los sistemas mencionados cubren sólo, y parcialmente, la acepción institucional, dejando una porción de los logros cognitivos y la totalidad de los aspectos morales y éticos fuera de la medición. Tal vez encontramos allí parte de la explicación de la contradicción revelada. También entendemos desde allí que la educación es un todo, del cual la adquisición de conocimientos de matemática, lenguaje, ciencias y naturaleza es una parte importante, pero sólo una parte.

Hemos observado que cuando uno de los actores falla o se transforma, el otro puede jugar un rol supletorio fundamental. En países tan dispares como Cuba y Suiza, el rol de la escuela ha permitido un altísimo desarrollo educativo en todas las acepciones, supletorio ante los cambios de la estructura familiar. En diversas sociedades africanas tradicionales la familia ha garantizado el rol educativo frente a las falencias estructurales de la escuela. Pero, ¿qué ocurre cuando ni la familia ni la escuela suplen las falencias del otro?

En Chile, la conducta de los individuos en la calle, mercados, ferias, tiendas, plazas, mall, bancos, supermercados, establecimientos educacionales, transporte público, como también el comportamiento de una gran mayoría de los conductores revelan que la educación en sentido general, social y en parte institucional ha fracasado. Eso revela una crisis de la escuela y la familia. Los resultados de las mediciones internacionales (PISA, por ejemplo) revelan que en el ámbito cognitivo tampoco hemos logrado éxitos importantes. Es decir, nuestra educación no es en ningún caso un motivo de orgullo nacional. La apología de la educación desprovista de valores fundamentales, en nombre de la libertad del individuo, pregonada por algunos, nos está transformando en una sociedad sin alma ni espíritu, donde lo colectivo sirve en la medida que se subordina a la prepotencia individual.

Es probable que debamos seguir midiendo y legislando. Pero con urgencia necesitamos repensar nuestra sociedad, nuestros valores, nuestros objetivos colectivos, nuestras prioridades educativas, las modalidades de reconocer los talentos no solo cognitivos, financiar el arte, la cultura y el deporte, fortalecer la familia en todas sus formas, reinventar la escuela. Si no lo hacemos seguiremos derrochando dinero y esfuerzos en mediciones y leyes que reproducirán al hartazgo una sociedad mediocre, intolerante y desurbanizada.

Fuente: La Nación, miércoles 20 de agosto 2008

No hay comentarios: